Título original CLAYTON DRUMM
(Amore, piombo e furore)
Año
1978
Duración
102 min.
País
Italia
Director
Monte Hellman, Tony Brandt
Guión
Jerry Harvey, Douglas Venturelli
Música
Pino Donaggio, John Rubinstein
Fotografía
Giuseppe Rotunno
Productora
Coproducción Italia-España; Aspa Producciones / Compagnia Europea Cinematografica
Reparto
Warren Oates, Fabio Testi, Jenny Agutter, Sam Peckinpah, Isabel Mestres, Gianrico Tondinelli, Franco Interlenghi, Charly Bravo, Paco Benlloch, Sydney Lassick, Richard C. Adams, Natalia Kim
Sinopsis
Cuando está a punto de ser ahorcado, al pistolero Clayton Drumm (Testi) se le da la oportunidad de salvar la vida si a cambio asesina a Matthew (Oates), un minero que, al negarse a vender su tierra a la compañia del Ferrocarril, constituye el mayor obstáculo para la expansión de la vía férrea.
China 9, Liberty 37 es un film lejano, sin duda, a aquellos que constituyen los jalones más celebrados de la trayectoria de Monte Hellman, El tiroteo (The shooting, 1967) y Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane blacktop, 1971). Aquellas estrategias de silencio, las tramas y caracteres llevadas a lo mínimo o esencial, la tendencia a la abstracción y, sobre todo, el contundente modo de concluir el movimiento finalmente autodestructivo de la narración, están ausentes en este título que, si bien más cercano al primer western de Hellman, A través del huracán (Ride in the whirlwind, 1965), en su dureza pragmática o en esa curiosa sencillez expositiva que sin embargo lleva a todas las situaciones un curioso aroma de extrañeza (piénsese por ejemplo en el descubrimiento de los ahorcados al inicio del film, o la filmación del trabajo del granjero, cuya utilidad se descubrirá más tarde cuando los protagonistas secuestren a su familia), es aún más tradicional que él, casi como si Hellman hubiese decidido trabajar reconociendo la referencia tal vez más obvia de sus primeros westerns, la de Budd Boetticher: China 9, Liberty 37 es un film donde, por ejemplo, y como sucedía en muchos de los guiones de Burt Kennedy, la psicología de los personajes permite hacer más rica, concreta y precisa la dimensión moral de la narración.
Tal vez por ello, llegamos a conocer a Clayton Drumm mejor que a cualquiera de los personajes de los dos westerns previos: si en la primera mitad del film es a través de sus acciones, en la segunda, mediante su historia de amor con Catherine, también a través de sus palabras. De Matthew Sebanek, al contrario, sabemos por sus palabras al principio —su inquietud por la misión de Drumm o su pasado como asesino al servicio del ferrocarril— pero más tarde deviene callado y taciturno, justo cuando algo está transformándose dentro de él. Lo que sucede con Drumm comporta la creciente aparición de una suerte de ética, siempre mesurada por la necesidad de sobrevivir, observable en el rechazo del dinero del ferrocarril, el creciente amor por Catherine o la doble negativa a matar a Sebanek, incluso tal vez en la ambigua renuncia a su esposa.
Como en tantos westerns, también va acompañada del deseo de redención, descanso en un hogar y matrimonio con una mujer finalización del camino, por tanto), si bien éste, que fue el destino de Sebanek, provoca resistencias en Drumm: no le gusta, le dice a Catherine, ante una sutil sugerencia de matrimonio, depender de personas, cosas o lugares, para ser feliz. «Te deseo esta noche. Y te odio por ello».
¿Acaso por esta misma razón rechaza también el estatuto de leyenda? En la primera mitad del film, sabemos por los dos protagonistas que ellos son los mejores (¿los últimos?) pistoleros del oeste. En la segunda, al menos dos veces se le ofrece a Drumm la posibilidad de ejercer esa fama: trabajar en un circo es la primera propuesta, como principal atracción que traería «cien personas a la semana». Pero la otra es la de convertirse en ficción, y la hace nada más y nada menos que Sam Peckinpah. A Wilbur Olsen, supuesto cronista del oeste al que conocemos robando un cigarrillo a un ciego, no le cuesta reconocer la mentira de sus historias, «las mentiras que necesitan… que todos necesitamos». Olsen le propone sin embargo a Clayton pagar por la historia de su vida, para luego mentir sobre ella. ¿Cuál sería la mentira entonces: el modo de contarla, los añadidos o supresiones? Sea como sea, el auténtico argumento de China 9, Liberty 37 deviene progresivamente el de la huida de la leyenda: el viejo pistolero busca petróleo y vive con una bella y joven mujer; el joven ve eliminado su pasado criminal por vía legal y ahora quiere hacerlo, por así decirlo, por la vital. La condición de leyenda es para ellos, ya, una maldición, que en cualquier momento les puede llevar a la muerte.
Pero lo interesante es que Hellman introdujese al por aquel entonces último mitólogo del western como un tramposo que quiere convertir la vida de su sujeto en narración y mito, en mentira para las «gentes del este» (que es lo que, en cierto modo, todos somos ya). Aunque Hellman actuase evidentemente con la connivencia de Peckinpah, es como si aquel pretendiese caracterizar a este como un mentiroso más, mientras que su estrategia se orientaría antes bien a la disolución de la leyenda. Los personajes de los westerns de Peckinpah se mueven siempre en el terreno de lo legendario, su supuesta novedad en el género no resta evidencia a la elementalidad psicológica tan propia de lo que en el fondo son arquetipos; pero estos son imposibles en Hellman, por dos razones: una, la importancia fundamental del espacio; otra, la conocida estrategia por la cual es el personaje el que debe convertirse en el actor, y no viceversa. Hellman postula arquetipos pero, como sucede al Jack Nicholson de El tiroteo, el espacio es demasiado real como para que aquel aguante su presión, como si el mito no fuese más que una voluntad que nunca puede aguantar la presión de lo real. Clayton Drumm por su parte es un mito para todos menos para él mismo, no quiere que nadie cuente su vida, prefiere que lo olviden. La primera cosa a la que no quiere atarse es a su historia, su leyenda.
Monte Hellman es un narrador, no un mitólogo. Aparte de lo dicho, el interés de China 9, Liberty 37 reside en la sencillez con que cuenta su historia y retrata a sus personajes. El modo en que presenta lentamente a su protagonista, a través de lo que ve desde los barrotes de su celda: niños que juegan, una mujer oriental que le observa fijamente, el verdugo que prepara la horca, finalmente los barrotes como gruesas manchas borrosas que cruzan el encuadre.
En otra escena memorable, la de la comida familiar, las voces humanas son canciones de emigrantes, melodías de espacios ausentes; los planos, en consecuencia, se centran en dos cosas: el espacio y los rostros. Los planos generales dejan a la familia sola en el centro de una escena árida, con sus canciones, voluntad de calidez en un espacio frío. Los planos primeros o medios muestran esa alegría que produce el canto, pero también los desvíos de las miradas, en particular de Catherine hacia Clayton —reconducida luego por su atenta cuñada de vuelta a la canción—, respondidas por éste, o el gesto incómodo de Sebanek, cuya razón solo podemos sospechar. Los planos generales muestran asimismo la relación de Clayton con esa reunión, anunciando su alejamiento del núcleo la futura marcha, además de indicar el camino solitario que le espera. Ante el definitivo conocimiento de la marcha, Hellman sustituirá por una vez el rostro anhelante de Catherine por su sombra difuminada tras la tela que divide los dos espacios de la casa: el encuadre, el movimiento de ella y la misma luz la dejan sola en el terrible momento en que debe afrontar la realidad de perder al hombre que desea.
Porque el personaje más solitario es el femenino. Más adelante, cuando Drumm provoca la muerte de una prostituta para salvarse de un disparo, Hellman se las arregla para que, en medio del tiroteo, un espejo circular no deje de reflejar en ningún momento su cuerpo, desnudo a la par que muerto: si la acción no puede permitirse dedicar un solo segundo a esa mujer muerta, la imagen se niega a perderla cuando ya todos la han olvidado. Es otra dimensión de esta película que no sería justo desperdiciar. Una vez muerto el marido de Catherine, solo la quedan dos opciones: o profesora, o puta. «O casarme de nuevo», sugiere ella. Catherine es una niña que no sabe qué es el circo y que no ha conocido a ningún hombre aparte de su marido. Es un juguete de los hombres, que en determinado momento decide arriesgarlo todo por la satisfacción de su deseo. Este mismo empuja a Drumm a la confesión, casi a decidir emprender su planeado cambio de vida junto a ella.
Al lugar que los hombres le han asignado, escapa primero con su mirada, acobardada por lo general, pero intensa y sincera siempre que puede. En la escena de la comida, hay casi una pelea muda, que ella emprende, casi sin querer, con su rostro. ¿Quién no quiere escapar de algo en esta película, que acaba con otra marcha, el abandono de un hogar, el reinicio de un camino al que puede decirse que Hellman no ha hecho sino dedicar toda su obra?
MONTE HELLMAN
Monte Hellman (Monte Jay Himmelman) nace en Nueva York en 1932. Su familia se instala en California cuando cuenta a penas seis años. Después de los estudios secundarios, y pese a que su primera gran pasión es la fotografía, estudia arte dramático (se diploma en dicción y en dirección escénica) en la Universidad de Stanford. Tras una breve experiencia trabajando en la cadena radiofónica NBC, se matricula en la UCLA en un curso de cine que abandonará año y medio más tarde.
Durante este período trabaja como actor en la compañía Stumptown Players, para la que pone en escena, además, The Skin of Our Teeth, de Thornton Wilder, y Voice of the Turtle, de John Van Druten, entre otras. Tras una breve experiencia profesional en la televisión como aprendiz de montador, Hellman constituye su propia compañía, que, en 1957, representa obras de O’Neill (El gran Dios Brown), Saroyan (Los habitantes de la caverna), Anouilh (Colomba) y Beckett (Esperando a Godot). La influencia del teatro de vanguardia y, sobre todo, de Samuel Beckett, al que cita incesantemente, será importantísima en el desarrollo de su obra como cineasta. Seguramente ambos son el origen de la dramatización del tiempo y su transcurrir en películas como El tiroteo (The Shooting, 1966), A través del huracán (Ride in the Whirlwind, 1966) o Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971).
Por mediación de Robert Lippert, dueño del teatro en el que trabaja su compañía y productor cinematográfico, conoce a Roger Corman, quien co-financiará durante un tiempo sus montajes y, una vez que la compañía quiebra, le contratará como director de la segunda unidad para The Last Woman on Earth (1958).
Un año más tarde dirige para él la que será su primera película: Beast From the Haunted Cave (1959), un rip-off de Cayo Largo (Key Largo, 1948) que recuerda avergonzado, pero también como “una gran experiencia de aprendizaje”. Pero su asociación con el director y productor independiente irá mucho más lejos: director de segundo equipo en Ski Troop Attack (1960) y The Intruder (1961), asistente de dirección de Creature From the Haunted Sea (1961), montador de Los ángeles del infierno (The Wild Angels, 1966), supervisor de diálogos en La matanza del día de San Valentín (The St. Valentine Day Massacre, 1967), por no hablar de su colaboración (no acreditada) como director de El terror (The Terror, 1965), film en el que medio Hollywood parece haber tomado parte. De Corman, también una fuerte influencia a su manera, Hellman aprende, ante todo, una disciplina (rapidez de rodaje, trabajo con presupuestos escasos, cine de guerrilla….) que le será muy útil en sus primeras películas.
En paralelo a su trabajo en la “factoría Corman”, realiza dos películas de bajo presupuesto rodadas a la vez —back-to-back dicen los americanos— durante seis semanas en Filipinas: Back Door to Hell (1965) y Flight to Fury/Cordillera (1965), ambas protagonizadas por Jack Nicholson, que se convertirá en uno de sus colaboradores más estrechos. Amigos y compañeros desde sus comienzos en la industria, Nicholson y Hellman se asocian para crear la productora Proteus Films. Juntos escriben un guión, Epitaph (To Hold a Mirror), que debía ser financiado por Corman, quien pronto se echa atrás tanto por el tema del mismo (el aborto) como por el enfoque “muy europeo, demasiado artísitico” que sus autores, según el productor, pretendían dar al film.
A cambio, les propuso rodar dos westerns que renovarían un género en decadencia. Dos de las películas americanas más sorprendentes de la década. La primera, El tiroteo, un viaje interior y metafísico, con un soberbio guión de Carol Eastman bajo el seudónimo de Adrian Joyce. Un film elíptico en el que la voluntad verista propia del western crepuscular es enriquecida por la ambigüedad y el hermetismo de la historia y la puesta en escena. En cierta manera, el film nos hace pensar en las palabras de Claude Mauriac sobre Beckett: «una vez aniquilado todo lo físico, surge esa metafísica helada, en cierta manera virtual y sin embargo perentoria» [5]. A través del huracán, la historia del linchamiento de unos cowboys inocentes, resulta mucho más naturalista. Escrita por el propio Nicholson tras haber leído los diarios de viejos vaqueros en la Biblioteca de Los Angeles, la película, una búsqueda de ese verdadero Oeste, alcanza una realidad casi telúrica.
Ninguna de las dos llegaría a estrenarse comercialmente en su país, siendo en cambio distribuidas en Francia, donde le granjearían cierta reputación crítica. Cuatro años después, en 1971, por iniciativa de los productores Michael S. Laughlin y Ned Tanen, se encarga de Carretera asfaltada en dos direcciones, “la primera road movie moderna”, un film generacional sobre el desarraigo y el vagabundeo de una juventud extraviada y nihilista. La película significó su primer y único trabajo para una gran compañía (la Universal) y su mejor asociación con Warren Oates, su “actor-fetiche” junto a Nicholson. Él será también el protagonista de su siguiente film: Gallos de pelea (Cockfighter, 1974), según la novela homónima de Charles Willeford.
Ya desde su génesis Gallos de pelea fue un proyecto complejo: por una parte, Hellman exigió a Roger Corman (productor de la película) rescribir un guión que no le satisfacía, cosa que no pudo hacer, o no, al menos, por completo; por otra, las condiciones del rodaje, clandestino como las peleas de gallos que se muestran en el film, y la inexperiencia de parte del equipo técnico complicaron la producción. El resultado es una película que, conteniendo muchos de los temas y motivos personales de su autor, “no llegó jamás a ser aquello que quería hacer”.
Desde entonces, encargos y producciones en condiciones poco favorables: Clayton Drumm (China 9, Liberty 37; 1978), un western rodado en Almería con Oates, Fabio Testi y Sam Peckinpah en los papeles principales; y La iguana (Iguana, 1988), otra co-producción española, un film de aventuras que nostálgicamente trataba de recuperar un género ya desaparecido. También, trabajó en televisión y ejerció diversas labores en películas de otros: montador de Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, 1975), de Sam Peckinpah; hombre para todo en El tren de los espías (Avalanche Express, 1979), tras la muerte de Mark Robson; director de segundo equipo en Uno Rojo: División de choque (The Red Big One, 1981), de Samuel Fuller, y de RoboCop (RoboCop, 1987), de Paul Verhoeven… Lo último que conocíamos de él es su episodio Stanley’s Girlfriend de Trapped Ashes (2006), film comunal de terror que reunía a veteranos realizadores como Ken Russell o Joe Dante.
Resultan intrigantes los motivos de la larga inactividad de Hellman, casi treinta años. Sobre todo, cuando “al contrario que su amigo Peckinpah, por ejemplo, (…) nunca ha tenido relaciones abiertamente conflictivas con la industria del cine”. Dos pueden ser los factores decisivos de cara a una explicación satisfactoria de la misma. Por un lado, podemos hablar, a pesar de su afirmación de que “necesito trabajar sobre temas que tienen que ver con mi propia cultura”[12], de un cierto desarraigo cultural. Como puede sucederle a un Woody Allen, por ejemplo, sus filmes parecen hechos más para un público y una sensibilidad europea que norteamericana.
Seguramente por ello resulta evidente que Hellman no ha tenido un tirón comercial comparable al de muchos de sus compañeros generacionales (Rafelson, Nichols, Mazursky, Perry, e, incluso, Ashby), algo reforzado además por la limitada distribución y exhibición de la mayoría de sus películas. Además, como ha señalado Claude Michel Cluny, una vez «instalado en lo marginal, Hellman ha marginalizado igualmente sus historias», lo que habría contribuido a retroalimentar lo anterior. Al contrario que muchos artistas que insuflan su obra de autobiografía, el vagabundeo y desarraigo de ésta, esa visión de la vida como una eterna road movie, parece haber contagiado a Hellman, haberle situado en los márgenes de una industria que le percibe (y trata) como a un outsider. “No tengo vocación de marginalización voluntaria”, repite él incansablemente. ¿Un misterio sin solución? Quien sabe. Lo indudable es que seres como él son siempre fieles a sí mismos. Seguramente Road to Nowhere (2010) nos lo demostrará una vez más.
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