sábado

EL DEMONIO EN EL SHANTO


TUMBA CROOK, Y EN UNA CALLE, LOS DEMONIOS SE
ENFRENTAN CON EL SHANTO

Había un cielo brumoso, gris, de nubes bajas y un olor a tierra mojada, a
tormenta, como si de un momento a otro fuese a descargar sobre el pueblo.
Un cielo apagado, triste, que contemplaba cómo allá abajo, en la calle, un
famoso pistolero y un hombre de la ley se enfrentaban.
La voz de Doug Wayne sonaba en ese instante, mientras sus manos
tocaban las culatas y sus nervios se tensaban hasta el límite.
- Vete ya, Johnny. Voy a “sacar” el revólver.
Claro que no hacía falta que Doug lo hiciera, porque en el instante que el
mejicano se moviera, el sheriff y Queennan, que le apuntaban, no tendrían más
que apretar el gatillo para balearle. Pero aún así, el comisario tenía la rara
impresión de la derrota.
Una ráfaga de viento, cargada de olor a lluvia, le dio en el rostro. Igual
que al hombre alto, al hombre acabado, que tuvo que agarrarse a la puerta del
hotel para no caer.
La sombra de Harry Shanto, la parodia, la burda imitación de lo que
había sido, estaba allí enfermo y débil, pero sus ojos eran como antes, como
fuego, como luces de muerte brillando a impulsos de su furia. Harry Shanto era
violencia, era un vendaval al que, sin embargo, faltaba fuerza. La fiebre le ardía
en la frente, se sentía perdido pero había algo que le mantenía en pie, que le
daba vida, y era su loco deseo de venganza. Allí quieto, sin ser visto, esperó a
que Torres actuase.
Doug Wayne echó hacia adelante una pierna, tensando el brazo derecho
cuya mano se vería armada sin más que subirla un centímetro.
Pero antes de eso, ante la misma muerte que estaba enfrente, en forma
palpable, Johnny Torres, tan solo, sonrió.
Fue cuando un imperceptible rumor sonó a espaldas de Wayne, y la ronca
voz de Tino Golás sonó entonces, electrizando a los hombres de la ley.
- Abajo la artillería, compadres. O les juro que aquí acabaron sus
hazañas.
Clyde Queenan sintió el férreo cañón de un “Colt” Frontier clavado en su
espalda y sin volverse supo que detrás estaba Tino Golás dispuesto a darle al
gatillo. Y Phil Ramsey, en ese mismo instante, también sintió algo duro a su
espalda, y fue la reluciente hoja de un cuchillo con que Charly Gil le tenía sujeto.

Doug Wayne se había vuelto, y el color de su piel había cambiado de
repente. Se dio cuenta que sus camaradas estaban desarmados, y al enfrentarse
a Johnny Torres un frío glacial recorrió su cuerpo, dejándole casi sin fuerzas.
Johnny Torres era más astuto que la misma muerte, y ahora Phil Ramsey
se estaba preguntando qué iba a hacer el famoso bandido. Allí en la calle,
desarmados, dominados y vencidos sin un solo disparo, los hombres de la ley
eran inútil defensa de aquel pueblo a los hombres de Torres.
¿Alguien iba a salir? ¿Iba alguien a prestar su ayuda hacia el sheriff,
sabiéndole en la más difícil situación de toda su vida?
Ramsey supo que no, porque aquello solo podía significar la muerte de
quien lo intentase.
Por eso, por la seguridad que significaba, Johnny Torres abrió las palmas
de las manos, arqueó las piernas y miró a Wayne.
Iba a “sacar”.
Doug Wayne se había creído valiente hasta aquel mismo instante. Ahora
sintió miedo. Auténtico, tremendo, agarrotándole los músculos y privándole casi
de la respiración.
“¿Qué eres? ¿Un cobarde? Demuestra a la gente, a Torres, quién es el hijo
tonto de mamá Wayne”
En ese momento se oyó un trueno, luego un relámpago e inmediatamente
el viento se hizo vendaval. Se presagiaba tormenta, olía a lluvia, y Clyde
Queenan, a quien Golán encañonaba, vio a su compañero tan indefenso como
un niño.
“Allá voy” pensó Doug. “O muerto o famoso”.
Johnny Torres, tranquilo y preparado, estaba a pocos metros. Y Doug
Wayne, en el último momento, solo miraba sus manos.
Entonces un relámpago cegador iluminó el cielo, y un trueno terrible le
sucedió. Fue como un símbolo. Porque en ese mismo instante un hombre salió a
la calle, tambaleándose, con los ojos inyectados en sangre.
Era un hombre duro.
Era Harry Shanto.
Fue, en realidad, y a pesar de lo difícil de la empresa, lo único que en
aquel instante tuvo la virtud de desconcertar a Johnny Torres.
El más grande hombre de revólver de los viejos tiempos se echó a la calle,
bajo el cielo tormentoso, con las famosas manos a un palmo del “Colt”, con los
ojos encendidos mirando, taladrando, los del “Chico loco”.

Entonces Johnny Torres se olvidó de todo. De Wayne, del pueblo, del
motivo que le había llevado hasta Tumba Crook. El bandido invencible borró
todo de su mente, y puso su existencia al servicio del más salvaje deseo de
matar.
Le ardieron las manos, se le nubló el cerebro, le quemó la sangre, y se
puso en movimiento la más perfecta máquina de destrucción que se conociese.
Johnny Torres “sacó”.
Más rápido que nadie.
- ¡Torres! ¡Aquel es Johnny Torres, Steve!
Los caballos se lanzaron a un fantástico galope, irrumpiendo como una
exhalación en el pueblo. En un ínfimo tiempo, Steve Lawrence, “la primera
pistola de Tejas” se encontraba en Tumba Crook con su famoso revólver en la
izquierda.
La repentina aparición puso en desventaja a los mejicanos. Johnny
Torres, con los “Colts” en las manos, chilló:
- ¡¡Es una trampa!!
Echó a correr hacia el porchado, disparando en la carrera contra
Lawrence. El caballo de éste rodó por el suelo con la cabeza traspasada, y el
jinete cayó de bruces levantando una gran polvareda.
Charly Gil tuvo el justo tiempo de zafarse de Ramsey y “sacar” su
revólver, agazapándose, en el momento que Welch, a caballo, le baleaba.
Golás hizo otro tanto.
Pero el mejicano no apuntó a Lawrence, ni a Welch, sino a alguien mucho
más ávido para sus armas. Los ojos del mejicano parecieron brillar de regocijo
cuando se clavaron en la espalda de Shanto, y sus manos, rapidísimas, buscaron
los revólveres con auténtica ansiedad.
La voz de alarma llegó de arriba. De la ventana. Marge Collins,
horrorizada, gritó:
- ¡¡Harry!! ¡A tu espalda!
Fue en el mismo instante en que Tino Golás “sacaba” sus “Colts”. En el
mismo instante que Harry Shanto, el ex-pistolero, llevó la mano hacia el
revólver que causó sensación seis años atrás.
Había una cortina de balas, cuando el sheriff y sus hombres se pusieron
junto a Lawerence y Welch descargando sus armas contra los pistoleros. Pero
entre la cortina pareció abrirse un pasillo, una línea entre dos viejos enemigos
que pusieron toda su habilidad, toda su ciencia, al servicio de la muerte. Entre el
tiroteo reinante pareció surgir el duelo como si el destino quisiera que fuese así.